Son palabras que fueron de aitite, palabras de aquellas charlas que, por suerte, pudimos mantener aitite y nieto. Ya hace años, cuando se proponía, como proponen ahora, la anulación de los juicios del franquismo como una forma de eliminar los agravios -al menos algunos agravios- generados por el Alzamiento y el franquismo, aitite se revolvía. Decía que sus penas de muerte no se las quitaba nadie, que otros no las tenían, que eran los méritos reconocidos por el enemigo.
Aitite, setenta y tres años después de ser herido en Peña Lemona, con esa memoria personal que sin embargo es histórica, recordaba la impresión que le causaron las llamas de Gernika, aquel resplandor rojo que nunca olvidaría. Como tampoco olvidaría nunca el ruido de las puertas de Santoña, el temor compartido vivido todas y cada una de las madrugadas tras aquellos muros, cuando los guardias hacían la saca para los fusilamientos; ni olvidaría nunca las amistades trenzadas en las penurias de aquella cárcel.
Había orgullo en los recuerdos de aitite. El mismo que, pasados los años, sintió cuando le reconocieron la pensión de oficial de guerra. Y puedo asegurar que no era por las 38.000 pesetas de complemento que le reconoció en 1988 la ahora ministra Elena Salgado. No. En el fondo, el orgullo surgía del desahogo con que le enseñaba el papel al estanquero condecorado y mutilado de guerra. Luego habría aún otra indemnización posterior, en el año 1990, establecida por el gobierno por el tiempo pasado en prisión para todos aquellos que demostrasen haber pasado 1.095 días de cárcel. Y con ella, aitite y amama no lograron ponerse de acuerdo. Porque amama también guardaba en su memoria personal, esa con la que se hace la Historia, escrita con mayúscula, las penurias al otro lado de los muros del penal de Santoña. Aitite fue contundente: "No luché por dinero, ese dinero no lo quiero".
Su idea, sus ideas, legítimas e inapelables, salieron ganando, pero falleció ese mismo año y amama decidió solicitarla. ¿Por el dinero? Amama tenía su pensión de viudedad y un complemento de los años que estuvo como enfermera de guerra, dejando niños y hermanos por Europa, recordando los lloros de su ultimo viaje en el buque Habana. No, no era por el dinero. O no sólo por el dinero. Decía que si aquella indemnización era para los condenados y los familiares, ella se la había ganado por los días que paso visitando las cárceles, por las angustias de los despidos en la fábrica, por cuidar de aitite cuando salía de la cárcel hinchado como un odre gracias al tratamiento de charol que le daban los del instituto armado, por los paquetes llevados a la cárcel... por orgullo. O quizás rabia. Porque las palabras de aquella mujer consumida por la edad también guardaban el orgullo, y quizás la rabia, de quienes al otro lado de las paredes de las prisiones habían sufrido, llorado, luchado por otros casi más que por ellos mismos.
El reconocimiento no fue sencillo. La familia paso siete años de recursos, siete años de archivos en cárceles, de gestiones en el Archivo de Salamanca, de idas y vueltas, con el fin de documentar los días exigidos de prisión. No, no lo ponía fácil el Ministerio de Economía, dirigido por Solchaga. Le denegaba la indemnización porque el computo de días no estaba completamente acreditado. Otro esfuerzo, más papeles que entendíamos sumaban la cifra, pero para el ministerio no estaban los 1.095: "Falta un día de prisión".
Años antes, la Fundación Sabino Arana nos había remitido una encuesta para completar datos. Para aquellos folios que fuimos rellenando, aitite nos había detallado los periodos de prisión que él podía recordar y los acompañó con otros recuerdos. Supimos cómo se escapo de Santoña y cómo fue detenido en Barakaldo, pasando un mes en Larrinaga antes de ser trasladado otra vez a Santoña. Y eso nos sirvió de guía en el ultimo recurso.
Habíamos contabilizado otro mes de prisión... pero aún carecíamos de la certificación necesaria. Imposible de lograr, al parecer. O sea que seguíamos sin aquel vergonzoso día que finalmente encontramos por una casualidad en forma de fotocopia compulsada por el Archivo Nacional delDiario Sol del 29 de febrero de 1940. Aquel año había sido bisiesto. Los ministros titulares recurrentes de ese reconocimiento fueron Solchaga y Solbes, dictándose sentencia con Rodrigo Rato como titular.
La familia había logrado ganar otro pedazo de reconocimiento, de memoria histórica familiar, porque lo ganamos nosotros solos. Los gobiernos no hicieron nada por ayudar. De hecho, si aitite hubiese conocido antes de morir los impedimentos que iban a poner por la falta de certificación de un solo día, no hubiese sido tan contundente. O quizás lo hubiese sido más, pero en sentido contrario.
Ahora, sus nietos nos sentimos orgullosos. Y sus hijas, que vivieron en carne propia las consecuencias angustiosas de aquella militancia, también. Con un orgullo similar al de los recuerdos de aitite. Al de la memoria de amama. Orgullosos de lo que nuestros mayores hicieron, orgullosos de conocer una memoria que ahora defienden como histórica y orgullosos de tener una herencia que transmitir, ganada con legitimidad, trenzada con sentimientos que no se pagan, enraizada en una conciencia inmaculada, sin afán de revanchismo, sin exigencias pese a la legitimidad que nos enseñaron y que ahora nosotros tratamos de transmitir, de enseñar, a los que nos siguen.
Enseñar. Educar. Hay quien pretende ahora enseñar el sufrimiento en las aulas. Los mismos que se olvidaron de quienes llenaron la lista de víctimas desde y durante muchos años. Llegan tarde. En nuestras casas, muchos hacemos esa labor diariamente. Nuestros hijos saben lo que la violencia ilegitima ejercida contra otros supuso en nuestra familia como saben lo que supuso esa violencia en este pequeño país. Y también saben de nuestro orgullo.